Por Felipe Flores Toledo
Mientras se intercambian misiles entre Tel Aviv y Teherán, en Antofagasta los camiones siguen entrando a faena. El polvo del desierto se levanta igual que siempre. El sol parte la tierra igual que siempre. Pero algo ha cambiado. No lo vemos, no lo oímos, pero lo sentimos. Una guerra distante nos está tocando la espalda.
Seguimos sacando cobre, seguimos bombeando litio, seguimos viviendo como si estuviéramos aislados del mundo. Pero no lo estamos. La guerra entre Israel e Irán ya nos golpea, y no con bombas, sino con decisiones que se toman en otras partes del planeta, y que rebotan en nuestras inversiones, en nuestros proyectos, en nuestras certezas. Nos golpea en silencio. Y eso es aún más peligroso.
Nos hemos acostumbrado a ser útiles, pero no escuchados. A ser estratégicos, pero descartables. Somos el músculo de Chile, pero no su conciencia. Somos el botín de las potencias, pero no su voz. Y eso tiene consecuencias profundas e irreversibles.
El litio del Salar de Atacama, ese “oro blanco” que todos codician, está en el centro de esta guerra energética global. Estados Unidos lo necesita. China lo quiere. Israel lo depende. Irán lo observa. Y nosotros, lo extraemos. Lo exportamos. Lo dejamos ir sin condiciones. Nadie nos preparó para defenderlo. Nadie nos enseñó a decir “no”. Nadie nos explicó que poseer un recurso estratégico también es una responsabilidad geopolítica.
Mientras las cadenas de suministro tiemblan con cada misil lanzado, mientras las inversiones extranjeras se reordenan según el mapa de las tensiones globales, nosotros seguimos actuando como si nada. Como si este desierto estuviera al margen del planeta. Como si no fuésemos una pieza en disputa.
Pero lo somos. Y lo fuimos. Basta recordar la suspensión del observatorio chino en Cerro Ventarrones. Un proyecto que nos habría conectado con el conocimiento del universo fue detenido por presiones externas que nadie se atrevió a explicar. Nos bajaron del cielo sin una sola palabra. Y nuestras autoridades locales… callaron. Como siempre. Por miedo. Por obediencia. O por indiferencia.
Mientras tanto, empresas israelíes operan en nuestra región, gestionan el agua, la seguridad, la tecnología crítica. Mientras tanto, Irán intenta tejer redes desde la sombra: triangulaciones, alianzas, vínculos diplomáticos a través de Bolivia o Venezuela. Todos ellos ya están aquí. Menos el Estado de Chile. Menos nuestras propias autoridades, que ni siquiera se atreven a abrir la boca.
No podemos seguir siendo un punto en el mapa que solo sirve para extraer. No podemos seguir mirando a Santiago como quien mira al emperador esperando permiso. Antofagasta debe hablar. Debe exigir. Debe advertir.
Porque si no lo hacemos ahora, mañana nos dirán que el litio se fue por seguridad nacional, que los proyectos fueron cancelados por razones diplomáticas, que el futuro fue decidido por otros. Y nos volverán a dejar mirando el horizonte del desierto, mientras el resto del mundo se reparte lo que aquí nace.
Este no es solo un llamado. Es un grito. Antofagasta no puede seguir siendo tratada como bodega de recursos y vertedero de decisiones ajenas. Somos frontera. Somos epicentro. Somos advertencia.
Y si el mundo estalla, que al menos aquí se escuche una voz que diga: ¡basta!
No podemos quedarnos callados mientras nos colonizan por dentro.